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domingo, 11 de diciembre de 2011

Desvaríos censurados

Dicotomías perfectas que surgen entre la nada invadiendo la escena. De pronto aparecen frente a mí tapándolo todo y el mundo se convierte en un lugar difuso, no queda más que perderse en el camino incierto que ellos proponen.
La suavidad y la aspereza. La torpeza perfecta que choca sin permitir pensar. Y me pierdo. Y no hay tiempo, no hay frío, no hay noche, no hay día, no hay medias tintas ni preguntas sin respuesta, sólo están ellos que me tientan y obnubilan.
El tiempo, tirano como siempre, confunde y arruina la frescura de un momento que no corre, que no merece terminar y ahí sí que suelto el timón, me dejo fluir.
Me revuelco y me entrego ante ellas que, perfectas, me hacen olvidar que existe un afuera, donde el sol ya salió y arremete lleno de responsabilidades intransferibles, inevitables.
La razón dice:“ACÁ, YO, NO ME FUI” y recuerdo lo inconcluso, ilegible, complejo e inentendible. Pero sigo, sin mirar, olfateando el camino hasta no sé dónde. Corriendo sin destino, sin pensar ni esperar.
Hasta que "PFFFF", de un momento a otro, se va, como si nada y yo aprovecho para escapar, de todo. Gana la tranquilidad pero: “BAAANG”, el deseo se fuga por detrás de las vallas, las represiones y los “SHHH”.
Huyo, no puedo ceder. No hay resignaciones posibles ni guardias bajas. Es una lucha de poderes, una pelea compleja que siempre gana la cabeza (o no, pero hay que hacerle creer que si, para que respire).
Y de pronto: “PUUUM”. Otra vez me cruzo con las líneas perfectas que me embelesan y me hacen perder el eje. Y no puedo, no puedo decir no al frenesí que genera en mi piel la vorágine de sensaciones que fluyen cuando el choque de fuerzas se genera.
Es una batalla que nunca termina, un ir y venir constante: una vez saciado el instinto y aplacado el deseo se conforma a la bestia que, más tarde, despertará ofendida y pedirá más. Un anhelo imposible de soslayar.
Y  las marcas, ay, las marcas, surgen como una prueba de la energía desbordada que se burla de la censura, que escapa y desfigura las formas y los deberes.
¿Que hasta cuándo? No sé, y no importa, algo tan perfecto y delicioso no puede responder al traidor esquema del tiempo. Se perdería en su esencia, se desdibujaría su forma ideal. 

miércoles, 2 de noviembre de 2011

Enjaulada...

Hoy desperté con ganas de jugar.
Tal vez fue el sol, el viento que pegaba en la cara, no sé. El pasto tenía un color particular que invitaba a tirarse, revolcarse, mancharse y desparramarse perdiendo por completo la compostura.
Me invadía una necesidad incontrolable de andar descalza. 
De tirar las zapatillas y ennegrecerme las patas con lo que sea. De sentir el frío en los pies, que el pasto pinchara los dedos o se metiera entre la piel.
Tirar la mochila y treparme a un árbol. Subir hasta lo alto y no saber cómo bajar. Espiar desde arriba.
Jugar.
Correr detrás de una pelota, romper algo con inocencia, que no importe si me miran bailar o cantar con la cara deforme.
Abrir la reja y salir sin pudor, revoleando o arrastrando los pies.
Deformar la estructura hasta hacerla desaparecer. Hacerla mierda, darla vuelta, de arriba para abajo, de izquierda a derecha. Romperla del todo y no pelear más.
Jugar. Correr. Salir. Escapar. Llorar. Reír a carcajadas. Romper. Golpear. Destrozar. Acariciar. Besar. Todo quería. 
Impedir ese impulso fue enjaular una parte de mí. 
Fue verme encerrada entre barrotes que limitan el hacer, agarrada entre las hendijas mirando no sé qué.
El aire pasaba igual entre las rejas dando la ilusión de libertad, pero no. Mentía, mentía porque encerraba igual. La asfixia se sintió y la mirada se posó incesante en vaya a saber qué, pero simulaba el edén. 
Una cosa o la otra. Este camino o aquel. La tiranía de los esquemas o la incertidumbre de las letras. 
Es que no jugar se pareció a la novela que nunca empezó. Al cuento que nunca se narró. A la canción que nunca se cantó y a la fotó que nunca se sacó.
Fue lo mismo.
Matar una parte que pedía salir, meterla en la jaula, otra vez.  

miércoles, 12 de octubre de 2011

Desde el epicentro...

Contradicciones que se hacen eternas. Palabras que penetran la consciencia y se clavan por ahí, donde más duelen. Pensamientos constantes que se pelean por salir, preocupaciones que se codean esperando una solución que no llega. De a una a la vez, van asomando entre las sombras.

-Mirarte y mirarme de lejos. Verte partir, sentirte escapar. Seguirte, correrte por ahí preguntándome por qué.

-Te descubro, te observo y no te digo. Te huelo, te espero, te veo funcionar para entender lo enrevesado. Te mido. Me mido. Juego con fuego porque me gusta. Digo que no mientras me pongo las botas. Como un adicto que dice “una vez más, sólo uno y ya está, nunca más”, pero no, sigue, y uno más es otro, y otro, y otro. Y el sol asoma y te corre. La noche es escudo perfecto para protegerse de la inclemencia racional de la mañana, pero el amanecer no espera a que termine el juego.

-Correr, correr todo el tiempo, tener sueño, miedo, nervios e inseguridad. No quiero, no puedo, no siento las horas pasar. Pasan, y no dicen nada. Hasta que sí, hasta que me veo por ahí en miradas ajenas que condenan, juzgan, marcan y vacían.

-No quiero. No me gusta. No estoy de acuerdo. No quiero verte partir, escapar. Pero, nunca mejor dicho: quiero verte volar. Te dejo ir, suelto tu mano y no puedo hacer nada para que estés. Para que me ayudes a ordenar la cabeza. Para escaparme de tus planes maquiavélicos y de tus presagios asfixiantes. Me siento y te espero, te voy a ver llegar por el mismo lugar donde te dejé. Ahí estaré, sentada, con una de esas que espían nuestras charlas eternas, mirando sin comprender hacia dónde van nuestros pensamientos. Como si el tiempo no pasara, como si no existiera, aguardo el play en el lime constante. Es que no quiero perderme ninguno.

-Y vos, y vos ¿Qué más querés de mí? Quiero esconderme bajo tu ala pero no me pidas más de lo que tengo para dar. Vendiste humo pensando que yo podía deslumbrar. Y no, no podía ¿Viste que no? Ahora me exigís más, todo el tiempo más y no hay mucho resto. Poco queda en el fondo del tazón, poco queda por encontrar y yo así, tratando de disimular, para que no se note lo que hay detrás de la autosuficiencia y la cara de buenos amigos.

Conversan, cada parte pide lo suyo y demanda su atención. Es latente, constante, se pelean por salir. Pero no hay tiempo. No todos los reclamos pueden ser escuchados, no todas las preocupaciones pueden tener solución. Peguen de a uno por vez y esperen a que pase la lluvia, ahí, tal vez, volveré a sonreír.

domingo, 4 de septiembre de 2011

Crónica de unos 25 anunciados...

El cuarto de siglo me persigue y ya no puedo hacer nada para evitarlo. Escribo esto horas antes de que llegue el día en que cumpliré 25 años y ya empiezo a preguntarme por qué hice tanto alboroto al respecto. Pero aquí estoy, gritándole al viento una vez más, usando la primera persona del singular y ordenando mis ideas en unos cuantos caracteres.

Debo reconocer que en estas semanas busqué sentirme animada al hablar con gente mayor que me dijo “idiota” por tener una crisis “simplemente” por alcanzar esta edad. Que “estás loca”, que “es la mejor etapa”, que “sabes lo que daría yo por tener 25”, y eso, mucho de eso. No sé si me consuela del todo, porque en parte me preocupa estar equivocada y no disfrutar lo suficiente de un momento que podría ser trascendental para la vida, pero qué se yo.

Como chizitos en la cama y escribo estas palabras mientras transcurre lo que, probablemente, sea el año más difícil de mi vida, así que me cuesta diferenciar entre una situación bisagra y un cachetazo más de un Dios caprichoso.

Últimamente pienso mucho en eso de crecer y me pregunto hasta el cansancio cuál es el momento en el que se deja de estar protegido bajo las faldas de la juventud para justificar errores desastrosos. En qué momento comenzas a ser un pelotudo y dejas de ser ese que “pobre, es pendejo, no se da cuenta”.

Tal vez crecer se trata de comprender el valor irremplazable de una cerveza con amigos. O entender que la muerte puede rondar antes de tiempo y que ser viejo no es condición sine qua non para que ataque. Quizás es comprender la finitud de la vida o querer romper una vidriera cuando te dan una mala noticia y pensar antes de hacerlo, creer que eso no soluciona nada, que mejor no.

También se me ocurre que está relacionado con la fortaleza de contener el llanto ante una situación desgarradora, en evitar con todas tus fuerzas que la lágrima se asome por los ojos, que las rodillas se quiebren y te tiren al piso, porque a veces la vida es una mierda y no se puede hacer nada para cambiarlo, pero hay que poner cara de póker.

Se me ocurre otra alternativa relacionada con el arrepentirse. Quién dice que madurar no tiene que ver con mirar para atrás y ver lo que se hizo con el tiempo.

Pero volviendo al balance del cuarto de siglo, no voy a caer en la cursilería de que “no saben lo groso que fue vivirlo en mis zapatos”. No sé, fue normal, nunca me desataqué por nada en particular, no soy ni tan linda, ni tan inteligente, ni tan talentosa, ni tan graciosa. Con un poquito de todo y, de a poco, aprendí a que las cualidades parezcan más de lo que son y ayuden a ocultar la interminable lista de defectos, es un buen manejo de los recursos, pero nada más.

Una vez, en medio de la noche y de regreso a casa en un taxi, un chico me dijo entre risas que siempre iba a deprimirme si hacía balances. Esa idea quedó retumbando en mi cabeza, se ve que hasta hoy, porque me rehúso a creer que puede ser así. Algún día la cuenta tiene que dar a mi favor. El balance puede dar positivo y demostrar resultados consecuentes con un tiempo de esfuerzos. O al menos espero que así sea.

Siguiendo con la terminología económica, puedo decir que el tiempo, hoy más que nunca, se convirtió en un bien escaso e irrenovable que pasa de pronto y sin pedir permiso. Tal es así, que hice una lista con cuestiones pendientes que no pueden ser postergadas ni un día más pero, en vez de empezar a hacerlas. las leo en el cuaderno para no olvidarme de ninguna.

Posiblemente no cumpla con estos objetivos y a los 30 quiera morir en silencio. Probablemente suceda eso, y no que algún día sea una periodista enserio o tenga una casa propia.

Esas ilusiones forman parte de lo que yo creo, puede llegar a ser, algún día, de alguna manera, la felicidad. Pero son eso, ilusiones improbables por las que trabajo y me arrepiento a diario, así que por las dudas, voy a dejar de pensar en ellas.

Pienso mucho en el tiempo y en sus caprichos irrefrenables, pero nos vamos amigando, y no es porque no puedo hacer nada para evitar su paso, sino porque lo relacioné con otra cosa. Entendí que se trata de una sensación similar a esa bipolaridad que aparece al terminar un buen libro. Ese acariciar la contratapa y leer de nuevo lo que allí está escrito. Con la tristeza de que terminó y con la alegría de que esas palabras entraron por los ojos y se instalaron en el inconsciente llenándonos de placer, alegría y tranquilidad. Y quizás eso, sin tanta parafernalia, sea la felicidad.

martes, 30 de agosto de 2011

La mancha...

Aprieta, asfixia, crece, presiona y fatiga. Es una mancha que se extiende desde la boca del estomago hasta la garganta.

Sube y le quita el aire.

La deja caminando confundida, mareada, pensando que en cualquier momento va a copar el espacio, se va a expandir y le va a cortar el aire.

Teme. Las paredes se achican, se le vienen encima, le cortan la visión, le perforan la conciencia.

No puede controlar su cuerpo. Tiembla, llora, grita.

El aire se le corta y piensa en la muerte. Piensa que viene a buscarla, que es el momento y no encuentra salida.

Mira alrededor y no hay nadie, no hay a quien acudir ante tal grado de desesperación. Tampoco entenderían semejante estado de terror.

Las manos se le duermen, el calor sube por la espalda, la cabeza empieza a no entender.

De reojo mira la mesa. Lo ve, lo encuentra ahí, tirado con la hoja brillante y perfecta para el escape. Lo mira pero no se atreve y respira como puede, haciendo fuerza para que el oxigeno entre en sus pulmones.

El desmayo asoma, y espera con ansias que suceda, que la tumbe al piso para dejar de sentir ese descontrol que la lleva hacia la locura.

La atormenta, no sabe si el momento o el terror de que vuelva a suceder. Y ahí, cuando piensa en volver a soportar ese dolor lo vuelve a mirar, ahí sobre la mesa, como esperando, casi burlón.

La mancha crece y no da tregua. La desesperación domina nuevamente la escena. No quiere pararse porque piensa que va a caer pero no soporta esos minutos que se le hacen eternos. La enloquecen, se pierde en el umbral de la incoherencia y no lo tolera.

Se estira. Lo agarra firme, segura, con miedo y motivada por la desesperación.

Lo clava, lo aprieta contra la piel que tira, punza, duele. Duda pero aguanta y hace más fuerza. Presiona y arrastra esperando que pare la asfixia. No sabe qué duele más, sí la mancha o la punta fría que rasga la piel.

No importa, ayuda, cambia el foco y la deja respirar un poco. El aire entra por la nariz, se siente en los pulmones y pasa doliendo por la mancha que presiona demasiado. No sabe qué hacer. Teme dejar de apretar y que vuelva el terror, no sabe si concentrarse en respirar o simplemente presionar hasta que pare.

No entiende, está confundida. Mira a su alrededor buscando respuesta. Ya no sabe qué hacer. El aire pasa y le devuelve la cordura.

Lo tira al piso.

Se deja caer y respira.

Fuma.

El humo le raspa al pasar por la garganta, la mano le tiembla mientras se lleva el cigarrillo a la boca.

Se recuesta agotada por el dolor, se seca las lágrimas y mira la sangre correr.

Pide, pide como todos los días que no vuelva el pánico.

Se desentiende y cambia de tema cuando siente la mancha crecer, presionar, quemar como la hiedra, espera que pase, que se vaya y la deje pensar.

sábado, 27 de agosto de 2011

Cháchara de una tarde en la plaza


Lo conocí una tarde de abril mientras corría en la plaza. No eran circunstancias normales, mi relación con el deporte sólo surge cuando el encierro agota mi cabeza.
Abombada, así me sentía, abombada y cansada. Exhausta del destino y de su maldita manía de complicarme la vida. Esa tarde las paredes de mi habitación parecían atacar mi percepción del mundo, ya no podía pensar, no había lugar donde escapar.
Me levanté de la cama con un ímpetu sorprendente, vestí deportiva, me até fuerte los cordones y puse play en el reproductor.
Al salir el aire atinó a refrescarme las ideas. Caminé un par de cuadras, pero no me animaba a correr. Durante años la gente se mofó de la manera en que lo hacía. Gracioso y desgarbado, son los términos que suelen utilizar para referirse a mi andar. De pronto la cabeza empezó a carburar y correr se volvió una necesidad incontrolable.
Me tapé con la capucha y corrí mirando el piso. Las baldosas giraban bajo mis pies y yo sin poder parar de pensar. La música sonaba en mis oídos y yo sin poder parar de correr.
De pronto pensé que mis piernas iban a recordar este enojo al día siguiente, pero seguí. Seguí porque necesitaba que algo detenga la ira que circulaba por mis venas. Corrí no sé por cuánto, tal vez unos minutos, tal vez una hora o quizá más, aunque lo dudo.
En determinado momento mis pulmones pasaron factura por tantos cigarrillos fumados y tuve que detener la marcha. Te vi reír desde lejos, como si mi ahogo fuera un mal chiste contado al pasar. Ahí volvió el enojo incontrolable y corrí (más bien caminé tosiendo) hacia otro lugar. Elongué, o hice como que sabía hacerlo, y me tiré sobre el pasto a mirar el atardecer.
Estaba demasiado agitada para pensar, pero me reconfortaba saber que esa noche dormiría de un tirón, sin desvelarme por la madrugada, sin mirar el techo por horas.
De pronto apareciste, te sentaste sonriendo y puse la mejor de mis peores caras. Me paré y me dispuse a volver. Y ahí te miré, como diciéndote idiota y matate con la misma expresión. Y ahí sí, ahí sí que te vi. Tu sonrisa era ente burlona, tímida y extremadamente dulce. Me detuve en ella unos segundos y bajé la vista rápidamente, como quien dice no, mejor no quiero.
Me fui, y esa noche pensé un poco en vos.
Pasaron las semanas y mantuve este nuevo hábito saludable, tal vez porque mi cabeza seguía contrariada, tal vez porque esperaba volverte a ver.
Orgullosa de mi evolución creí que podría superar el trauma que generan las burlas sobre mi ritmo al andar. Hasta que te vi de nuevo. Esa tarde sentí un frío que me recorrió el cuerpo. No pensé que sucediera, estaba despeinada y bastante transpirada.
Me detuve un instante para verte llegar y seguí corriendo, probablemente un poco más ligero para escapar de tu mirada, para que no notes el bajón de presión que me invadió cuando te vi.
Ese día corriste a mi lado, tan sólo una vuelta para disculparte por aquella risa. Más tarde llegó el momento cursi y una flor mal cortada te pareció la mejor manera de romper el hielo. Me reí como diciendo “qué gil” y aceleré el paso para poner cara de idiota. Así de histérica soy cuando me hablás, yo que me jacto de no serlo.
Mientas elongaba, porque en ese momento ya elongaba de verdad, probaste suerte otra vez. Esa tarde, te di charla porque estaba segura de que me veía muy mal y era sorprendente que aún quisieras hablarme.
Fuiste interesante, no quería que lo fueras, fuiste divertido y eso tampoco quería. En ese momento creí que me derretía como una idiota de esas que no pueden pensar.
Y así, y así algunas veces más. Ya no estaba tan contrariada pero corría porque me gustaba y porque dos por tres te veía. Tres por cuatro te daba charla y cuatro por cinco me hacías reír.
Las relaciones textuales invaden la atmosfera y el invierno llegó y yo ya no corría. Me gustaba más cruzarte en la plaza que encontrarte conectado en el chat. Ahí de pronto ya no fuiste tan interesante, y yo ya no quería messengerear.
El invierno dio tregua y se acercaba la primavera, principalmente se acercaba mi cumpleaños con bajón incluido.
Otra vez volví a correr y te vi, te vi en las baldosas girando, en el pasto de la plaza y me acordé de una tarde en la que te dije: “No me mires a mí, no quieras nada conmigo. Es más, nunca mires a una chica como yo, enamórate de una mujer simple. Que lea Benedetti porque suena romántico y piensa que lo entiende. Enamorate de una chica que piense menos y haga más. Nunca, nunca una como yo”, dije con cara seria, como pidiéndote por favor. Esa tarde te estaba cuidando, te estaba cuidando de mí.
Terminé de decirlo y me arrepentí (como sucede el 80 por ciento de las veces que digo cosas). Me miraste extrañado y en la misma expresión me dijiste loca, pero como si fuera algo lindo.
Ayer volví a la plaza y pensé en vos. Pensé en todo el tiempo que perdí y en lo cobarde que fui. Me puse los auriculares, la capucha y corrí. Esta vez por mí, y voy a volver aunque sé que no voy a verte, pero con la seguridad de que lo hago por mí, con la tristeza de que no te animaste a quererme y con la certeza de que creíste mis palabras.
Ella lee a Benedetti, estoy segura, pero no lo entiende y creo que vos tampoco.

domingo, 31 de julio de 2011

Cuando ella viajó en globo...



Me tranquiliza. Verlos desde arriba me relaja y confirma la teoría, esa que muchos llaman negatividad y, algunos psicoanalistas mediocres, inseguridad. “No somos nada”, arroja alguna abuela ante una desgracia reciente. Y no, desde acá no lo somos.

Con los pies casi sobre la tierra los miro y pienso que van todos caminando como sin saber adónde, al ritmo de un reloj ajeno que coordina y regula sus movimientos. Volando en este aparato que flota, sin que yo comprenda cómo, lo veo con más claridad. Con la certeza de que somos nada, una nada insignificante que se mueve bajo la regla del no entender por qué.

Todo tan pequeño, tan incierto, tan estructurado y diagramado en la inmensidad. Sólo se me ocurre pensar cuántas historias estarán allá, listas para ser contadas, y yo sin poder llegar a recorrer esos caminos que desde la altura parecen tan pequeños y sencillos. La grandilocuencia de las palabras se hace presente y ya todo pierde sentido.

Los que añoran las pequeñas cosas siempre me generaron un escalofrío por la espalda. Está claro que el error es mío, por eso pierdo el eje con tanta facilidad y ya nada me parece suficiente. Quiero todo en grande, quiero leer todos los libros del mundo. Saber de literatura, de cine, de pintura, de arte, de ciencia, de medicina, de biología, de tecnología, de religión, de historia y de política.

Volviendo a la psicología barata, puedo coincidir con ese concepto mediocre que asegura que aquellos que quieren todo terminan por no disfrutar ni conseguir nada. Gran verdad mirándolo desde aquí, pero qué carajo, no puedo dejar de desearlo.

Quiero escribir el libro de las mil cosas que a nadie le importan, con historias que nos pasan por al lado y ni siquiera miramos. Quiero que sepan, como yo, que detrás de cada persona, lugar y momento, hay algo para contar.

Me da rechazo mi romanticismo en ese sentido, pero es una obsesión que me motiva a seguir en este camino enrevesado, lleno de baches, caídas, y rechazos.

También quisiera ser más dinámica a la hora de encontrarlas. Romper la barrera del temor y salir a buscar esa vida que está allá afuera y a veces me parece tan ajena.

Pero de vuelta, me chocan severamente las cursis frases del tipo “vive la vida”, “disfruta cada día como si fuera el último”, y las escribo con voz chillona de niña tonta que le dice “papito” a su padre y que se fanatiza con alguna banda de música berreta porque de rock & roll no entiende un comino. Porque no, no se puede, es imposible pensar en el mundo como un lugar tan pequeño y sencillo.

Por más que concentre mi mirada, segmentada, en un texto o en un objeto de la vida real, nunca pierdo de vista todo eso que está completamente fuera de mi alcance. Porque lo quiero, corro tras él todos los días, aunque sea mentalmente, aunque mi insignificancia no me permita nunca alcanzarlo. Aunque ese mismo no ser nada, en un mundo tan inmenso y complejo, me recluya en las cuatro paredes de mi habitación. Aunque sea un imposible y me lleve cada vez más abajo, más al fondo de la negatividad propia del querer demasiado y no tener capacidad de acción para concretar nada.

De todas maneras, la disconformidad del no poder queda muy por debajo del orgullo de saber, siempre saber, que los recovecos están por ahí, desde acá arriba los veo, desde allá abajo los huelo y desde adentro los deseo.

martes, 28 de junio de 2011

Tan solo una frase....

"No hice otra cosa en la vida que preguntarle cosas a la gente. Por eso soy periodista, y por eso también soy escritor. Cuando escribo tengo las ventanas abiertas para que entren los ruidos, los gritos, los olores. Y todo eso va a parar a mis libros. El verdadero realismo mágico está en todas las calles y en todas las gentes".

Gabriel García Márquez

lunes, 20 de junio de 2011

Arbitraria


No tienen por qué saberlo: soy periodista y, a veces, otros periodistas me llaman para conversar. Y, a veces, me preguntan si podría dar algún consejo para colegas que recién empiezan. Y yo, cada vez, me siento tentada de citar la primera frase de un relato de la escritora estadounidense Lorrie Moore, llamado “Cómo convertirse en escritora”, incluido en su libro Autoayuda: “Primero, trata de ser algo, cualquier cosa pero otra cosa. Estrella de cine/astronauta. Estrella de cine/misionera. Estrella de cine/maestra jardinera. Presidente del mundo. Es mejor si fracasas cuando eres joven –digamos, a los catorce–”. Pero no lo hago porque no es eso lo que verdaderamente pienso y porque, en el fondo, dar consejos es oficio de soberbios. Entonces, cuando me preguntan, digo no, ninguno, nada.


Pero hoy es abril y ha sido un buen día. Hice una entrevista con una mujer a quien voy a volver a ver en dos semanas y varios llamados telefónicos que dieron buenos resultados. Compré frutas, conseguí un estupendo curry en polvo. Hay nardos en los floreros de la cocina. Corrí al atardecer. Me siento leve, un poco feroz, arbitraria. De modo que si hoy me preguntaran, les diría: corran. Les diría: sientan los huesos mientras corren como sentirán después las catástrofes ajenas: sin acusar el golpe. Aguanten, les diría. Pasen por las historias sin hacerles daño (sin hacerse daño). Sean suaves como un ala, igual de peligrosos. Y respeten: recuerden que trabajan con vidas humanas. Respeten.

Escuchen a Pearl Jam, a Bach, a Calexico. Canten a gritos canciones que no cantarían en público: Shakira, Julieta Venegas, Raphael. Vayan a las iglesias en las que se casan otros, sumérjanse en avemarías que no les interesan: expóngase a chorros de emoción ajena.

Sean invisibles: escuchen lo que la gente tiene para decir. Y no interrumpan. Frente a una taza de té o un vaso de agua, sientan la incomodidad atragantada del silencio. Y respeten.

Sean curiosos: miren donde nadie mira, hurguen donde nadie ve. No permitan que la miseria del mundo les llene el corazón de ñoñería y de piedad.

Sepan cómo limpiar su propia mugre, hacer un hoyo en la tierra, trabajar con las manos, construir alguna cosa. Sean simples pero no se pretendan inocentes. Conserven un lugar al que puedan llamar “casa”.

Tengan paciencia porque todo está ahí: solo necesitan la complicidad del tiempo. Aprendan a no estar cansados, a no perder la fe, a soportar el agobio de los largos días en los que no sucede nada.

Maten alguna cosa viva: sean responsables de la muerte. Viajen. Vean películas de Werner Herzog. Quieran ser Werner Herzog. Sepan que no lo serán nunca.

Pierdan algo que les importe. Ejercítense en el arte de perder. Sepan quién es Elizabeth Bishop.

Equivóquense. Sean tozudos. Créanse geniales. Después aprendan.

Tengan una enfermedad. Repónganse. Sobrevivan.

Quédense hasta el final en los velorios. Tomen una foto del muerto. Tengan memoria, conserven los objetos.

Resístanse al deseo de olvidar.

Cuando pregunten, cuando entrevisten, cuando escriban: prodíguense. Después, desaparezcan.

Acepten trabajos que estén seguros de no poder hacer, y háganlos bien. Escriban sobre lo que les interesa, escriban sobre lo que ignoran, escriban sobre lo que jamás escribirían. No se quejen.

Contemplen la música de las estrellas y de los carteles de neón.

Conozcan esta línea de Marosa di Giorgio, uruguaya: “Los jazmines eran grandes y brillantes como hechos con huevos y con lágrimas”.

Vivan en una ciudad enorme.

No se lastimen.

Tengan algo para decir.

Tengan algo para decir.

Tengan algo para decir.




lunes, 6 de junio de 2011

La cama y el libro*


Aunque soy partidario de un montón de costumbres higiénicas y saludables, sé pasarme mis dos o tres días refugiado en la cama. En la cama escribo a máquina; leo, almuerzo. ¡Es maravilloso! Lo lamentable es que no haga el frío suficiente para invernar en la cama, es decir, para acostarse hoy y levantarse dentro de tres meses, con la barba que le llega al ombligo y el pelo tan crecido que toque el plafón.
En la cama se sueña todo lo que es posible soñar sin ayuda de haschich ni opio. La "linuya" se dilata. Hay un momento en que se llega a la conclusión de que como se continúe así le brotarán raíces a uno de la planta de los pies. Al mismo tiempo abre la boca, bosteza rabiosamente y se lamenta de que llueva tan despacio.
Porque la lluvia y la cama se acompañan en un misterioso consorcio. Incluso se llega a descubrir que en los invernales días lluviosos, las únicas novelas que se pueden leer con toda satisfacción son las de Walter Scott. Y si no tuviera miedo de que me dieran diploma y patente de reo consuetudinario, diría que hay libros para leer en invierno y novelas que únicamente deben leerse en verano. Y dije antes que las únicas novelas legibles en invierno eran las de Walter Scott, porque allí se encuentran enanos, bufones, diligencias, neblinas, lluvias torrenciales, caballeros que se dan estocadas y las mil imágenes maravillosas que se pueden ir escalonando con la cabeza tapada por la almohada.
Usted señor, a quien admiro mucho, porque tiene o tuvo bastante talento, escribió un libro que se tituló "De la elegancia mientras se duerme". Desgraciadamente el libro trataba de todo menos del arte de dormir con o sin elegancia.Sin embargo, tendría que aparecer algún vago que escribiera ese libro. Del arte de dormir. Del arte de sacarle el jugo a la cama.
A uno se le pone la "piel de gallina" en cuanto mira para afuera y ve que garúa, que el cielo está negro...
¡ah! ¡qué diablo! Entonces uno se ríe de todos lo preceptos higiénicos, aunque hablando sinceramente yo diré que respeto todos los preceptos higiénicos. Procedo de forma poco sutil si se quiere, pero que satisfacen mi conciencia. Me levanto a las seis de la mañana, hago gimnasia como recomiendan todos los manuales de higiene corporal, me baño y luego me meto a la cama donde duermo hasta las doce o dos de la tarde. Eso es andar bien con Dios y con el diablo, si no me equivoco, ¿No dice Cristo "dad al César lo que es del César"? Dadle a la gimnasia lo que es de la gimnasia, y a la cama lo que es de la cama.

*Roberto Arlt, del Cronicón de sí mismo.

Lo más perfecto de la contradicción...

"...¡Cuántas veces esta maldita división de mi conciencia ha sido la culpable de hechos atroces! Mientras una parte me lleva a tomar una hermosa actitud, la otra denuncia el fraude, la hipocresía y la falsa generosidad; mientras una me lleva a insultar al ser humano, la otra conduele de él y me acusa a mí mismo de lo que denuncio en los otros; mientras una me hace ver la belleza del mundo, la otra me señala su fealdad y la ridiculez de todo sentimiento de felicidad..."

Fragmento de El Túnel, de Ernesto Sabato.

lunes, 30 de mayo de 2011

Sal con una chica que no lee

Por Charles Warnke

Sal con una chica que no lee. Encuéntrala en medio de la fastidiosa mugre de un bar del medio oeste. Encuéntrala en medio del humo, del sudor de borracho y de las luces multicolores de una discoteca de lujo. Donde la encuentres, descúbrela sonriendo y asegúrate de que la sonrisa permanezca incluso cuando su interlocutor le haya quitado la mirada. Cautívala con trivialidades poco sentimentales; usa las típicas frases de conquista y ríe para tus adentros. Sácala a la calle cuando los bares y las discotecas hayan dado por concluida la velada; ignora el peso de la fatiga. Bésala bajo la lluvia y deja que la tenue luz de un farol de la calle los ilumine, así como has visto que ocurre en las películas. Haz un comentario sobre el poco significado que todo eso tiene. Llévatela a tu apartamento y despáchala luego de hacerle el amor. Tíratela.

Deja que la especie de contrato que sin darte cuenta has celebrado con ella se convierta poco a poco, incómodamente, en una relación. Descubre intereses y gustos comunes como el sushi o la música country, y construye un muro impenetrable alrededor de ellos. Haz del espacio común un espacio sagrado y regresa a él cada vez que el aire se torne pesado o las veladas parezcan demasiado largas. Háblale de cosas sin importancia y piensa poco. Deja que pasen los meses sin que te des cuenta. Proponle que se mude a vivir contigo y déjala que decore. Peléale por cosas insignificantes como que la maldita cortina de la ducha debe permanecer cerrada para que no se llene de ese maldito moho. Deja que pase un año sin que te des cuenta. Comienza a darte cuenta.

Concluye que probablemente deberían casarse porque de lo contrario habrías perdido mucho tiempo de tu vida. Invítala a cenar a un restaurante que se salga de tu presupuesto en el piso cuarenta y cinco de un edificio y asegúrate de que tenga una vista hermosa de la ciudad. Tímidamente pídele al mesero que le traiga la copa de champaña con el modesto anillo adentro. Apenas se dé cuenta, proponle matrimonio con todo el entusiasmo y la sinceridad de los que puedas hacer acopio. No te preocupes si sientes que tu corazón está a punto de atravesarte el pecho, y si no sientes nada, tampoco le des mucha importancia. Si hay aplausos, deja que terminen. Si llora, sonríe como si nunca hubieras estado tan feliz, y si no lo hace, igual sonríe.

Deja que pasen los años sin que te des cuenta. Construye una carrera en vez de conseguir un trabajo. Compra una casa y ten dos hermosos hijos. Trata de criarlos bien. Falla a menudo. Cae en una aburrida indiferencia y luego en una tristeza de la misma naturaleza. Sufre la típica crisis de los cincuenta. Envejece. Sorpréndete por tu falta de logros. En ocasiones siéntete satisfecho pero vacío y etéreo la mayor parte del tiempo. Durante las caminatas, ten la sensación de que nunca vas regresar, o de que el viento puede llevarte consigo. Contrae una enfermedad terminal. Muere, pero solo después de haberte dado cuenta de que la chica que no lee jamás hizo vibrar tu corazón con una pasión que tuviera significado; que nadie va a contar la historia de sus vidas, y que ella también morirá arrepentida porque nada provino nunca de su capacidad de amar.

Haz todas estas cosas, maldita sea, porque no hay nada peor que una chica que lee. Hazlo, te digo, porque una vida en el purgatorio es mejor que una en el infierno. Hazlo porque una chica que lee posee un vocabulario capaz de describir el descontento de una vida insatisfecha. Un vocabulario que analiza la belleza innata del mundo y la convierte en una alcanzable necesidad, en vez de algo maravilloso pero extraño a ti. Una chica que lee hace alarde de un vocabulario que puede identificar lo espacioso y desalmado de la retórica de quien no puede amarla, y la inarticulación causada por el desespero del que la ama en demasía. Un vocabulario, maldita sea, que hace de mi sofística vacía un truco barato.

Hazlo porque la chica que lee entiende de sintaxis. La literatura le ha enseñado que los momentos de ternura llegan en intervalos esporádicos pero predecibles y que la vida no es plana. Sabe y exige, como corresponde, que el flujo de la vida venga con una corriente de decepción. Una chica que ha leído sobre las reglas de la sintaxis conoce las pausas irregulares –la vacilación en la respiración– que acompañan a la mentira. Sabe cuál es la diferencia entre un episodio de rabia aislado y los hábitos a los que se aferra alguien cuyo amargo cinismo countinuará, sin razón y sin propósito, después de que ella haya empacado sus maletas y pronunciado un inseguro adiós. Tiene claro que en su vida no seré más que unos puntos suspensivos y no una etapa, y por eso sigue su camino, porque la sintaxis le permite reconocer el ritmo y la cadencia de una vida bien vivida.

Sal con una chica que no lee porque la que sí lo hace sabe de la importancia de la trama y puede rastrear los límites del prólogo y los agudos picos del clímax; los siente en la piel. Será paciente en caso de que haya pausas o intermedios, e intentará acelerar el desenlace. Pero sobre todo, la chica que lee conoce el inevitable significado de un final y se siente cómoda en ellos, pues se ha despedido ya de miles de héroes con apenas una pizca de tristeza.

No salgas con una chica que lee porque ellas han aprendido a contar historias. Tú con la Joyce, con la Nabokov, con la Woolf; tú en una biblioteca, o parado en la estación del metro, tal vez sentado en la mesa de la esquina de un café, o mirando por la ventana de tu cuarto. Tú, el que me ha hecho la vida tan difícil. La lectora se ha convertido en una espectadora más de su vida y la ha llenado de significado. Insiste en que la narrativa de su historia es magnífica, variada, completa; en que los personajes secundarios son coloridos y el estilo atrevido. Tú, la chica que lee, me hace querer ser todo lo que no soy. Pero soy débil y te fallaré porque tú has soñado, como corresponde, con alguien mejor que yo y no aceptarás la vida que te describí al comienzo de este escrito. No te resignarás a vivir sin pasión, sin perfección, a llevar una vida que no sea digna de ser narrada. Por eso, largo de aquí, chica que lee; coge el siguiente tren que te lleve al sur y llévate a tu Hemingway contigo. Te odio, de verdad te odio.

Sal con una chica que lee
Por Rosemary Urquico

Sal con alguien que se gasta todo su dinero en libros y no en ropa, y que tiene problemas de espacio en el clóset porque ha comprado demasiados. Invita a salir a una chica que tiene una lista de libros por leer y que desde los doce años ha tenido una tarjeta de suscripción a una biblioteca.

Encuentra una chica que lee. Sabrás que es una ávida lectora porque en su maleta siempre llevará un libro que aún no ha comenzado a leer. Es la que siempre mira amorosamente los estantes de las librerías, la que grita en silencio cuando encuentra el libro que quería. ¿Ves a esa chica un tanto extraña oliendo las páginas de un libro viejo en una librería de segunda mano? Es la lectora. Nunca puede resistirse a oler las páginas de un libro, y más si están amarillas.

Es la chica que está sentada en el café del final de la calle, leyendo mientras espera. Si le echas una mirada a su taza, la crema deslactosada ha adquirido una textura un tanto natosa y flota encima del café porque ella está absorta en la lectura, perdida en el mundo que el autor ha creado. Siéntate a su lado. Es posible que te eche una mirada llena de indignación porque la mayoría de las lectoras odian ser interrumpidas. Pregúntale si le ha gustado el libro que tiene entre las manos.

Invítala a otra taza de café y dile qué opinas de Murakami. Averigua si fue capaz de terminar el primer capítulo de Fellowship y sé consciente de que si te dice que entendió el Ulises de Joyce lo hace solo para parecer inteligente. Pregúntale si le encanta Alicia o si quisiera ser ella.

Es fácil salir con una chica que lee. Regálale libros en su cumpleaños, de Navidad y en cada aniversario. Dale un regalo de palabras, bien sea en poesía o en una canción. Dale a Neruda, a Pound, a Sexton, a Cummings y hazle saber que entiendes que las palabras son amor. Comprende que ella es consciente de la diferencia entre realidad y ficción pero que de todas maneras va a buscar que su vida se asemeje a su libro favorito. No será culpa tuya si lo hace.

Por lo menos tiene que intentarlo.

Miéntele, si entiende de sintaxis también comprenderá tu necesidad de mentirle. Detrás de las palabras hay otras cosas: motivación, valor, matiz, diálogo; no será el fin del mundo.

Fállale. La lectora sabe que el fracaso lleva al clímax y que todo tiene un final, pero también entiende que siempre existe la posibilidad de escribirle una segunda parte a la historia y que se puede volver a empezar una y otra vez y aun así seguir siendo el héroe. También es consciente de que durante la vida habrá que toparse con uno o dos villanos.

¿Por qué tener miedo de lo que no eres? Las chicas que leen saben que las personas maduran, lo mismo que los personajes de un cuento o una novela, excepción hecha de los protagonistas de la sagaCrepúsculo.

Si te llegas a encontrar una chica que lee mantenla cerca, y cuando a las dos de la mañana la pilles llorando y abrazando el libro contra su pecho, prepárale una taza de té y consiéntela. Es probable que la pierdas durante un par de horas pero siempre va a regresar a ti. Hablará de los protagonistas del libro como si fueran reales y es que, por un tiempo, siempre lo son.

Le propondrás matrimonio durante un viaje en globo o en medio de un concierto de rock, o quizás formularás la pregunta por absoluta casualidad la próxima vez que se enferme; puede que hasta sea por Skype.

Sonreirás con tal fuerza que te preguntarás por qué tu corazón no ha estallado todavía haciendo que la sangre ruede por tu pecho. Escribirás la historia de ustedes, tendrán hijos con nombres extraños y gustos aún más raros. Ella les leerá a tus hijos The Cat in the Hat y Aslan, e incluso puede que lo haga el mismo día. Caminarán juntos los inviernos de la vejez y ella recitará los poemas de Keats en un susurro mientras tú sacudes la nieve de tus botas.

Sal con una chica que lee porque te lo mereces. Te mereces una mujer capaz de darte la vida más colorida que puedas imaginar. Si solo tienes para darle monotonía, horas trilladas y propuestas a medio cocinar, te vendrá mejor estar solo. Pero si quieres el mundo y los mundos que hay más allá, invita a salir a una chica que lee.

O mejor aún, a una que escriba.

martes, 24 de mayo de 2011

"Porque si no se puede ver, después no se puede contar. Y el que no puede contar, se muere"*

Y sí no lo digo es porque no me sale. Y sí lloro, igual soy feliz. Porque ser libre se trata de elegir, y yo elijo, me elijo a mí. Y sí soy libre, soy feliz, y sí cuento, también. Pero no quiero contar eso que querés, quiero contarte lo que te da miedo, lo que no ves. Porque en definitiva mi objetivo es que seas libre, como yo. Y nadie, nunca, me puede sacar las palabras.



* Josefina Licitra
http://senoritali.blogspot.com
Perfil de Galeano para revista El Gourmet

sábado, 14 de mayo de 2011

En un ir y venir constante...


Ahí va ella, saliendo del tren, caminando por la estación como todos los días. Con la cabeza baja, un libro en la mano y auriculares en los oídos. No sabe si lee, si escucha, si mira, sólo camina. Y camina como si el mundo fuera un lugar distinto, como si pudiera romper su cabeza contra él sin siquiera ensuciarse la ropa.
Camina como pensando, pensando que no quiere pensar. Tratando de encontrar el camino hacia esa pared que la espera para destrozar su cabeza.
Camina y no sabe dónde, camina con los ojos cerrados porque tiene miedo, no sabe qué le deparará el destino, en qué presentes la ubicará la vida y cómo hará para entender este puto mundo enroscado.
Camina como si pudiera hacer cualquier cosa, con pasos firmes como si no tuviera pánico de esta historia que siempre termina en el mismo lugar.
Pensando, siempre viene pensando. Piensa tanto que ya no sabe en qué, mira alrededor y quiere saber, quiere saber cómo hacen todos para vivir así. Le duele la cabeza, se le nota en los ojos, le duele de tanto pensar en todo y en nada a la vez.
Mira alrededor y piensa en la gente, le intrigan las historias por contar, mira como queriendo saber todo de este mundo que no entiende. Como envidiando a los que pasan por la vida con optimismo y sin miedo.
No puede ser eso - piensa- la vida no puede ser sólo una sucesión de días que empiezan y terminan una y otra vez. No puede ser sólo eso, tiene que haber algo más.
De pronto se ríe como quien oculta algo, está llena de secretos que nunca va a decir. Tiene cara de niña buena y siempre hizo lo que se debe hacer, siempre fue lo que debió ser. Pero se ríe porque se equivoca y le gusta, porque cada tanto hace lo que no debe y no le importan las consecuencias.
Y se va, se va y mañana vuelve, vuelve con la cabeza gacha y otro libro en la mano, mirando sin mirar a este mundo de mierda.