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martes, 30 de agosto de 2011

La mancha...

Aprieta, asfixia, crece, presiona y fatiga. Es una mancha que se extiende desde la boca del estomago hasta la garganta.

Sube y le quita el aire.

La deja caminando confundida, mareada, pensando que en cualquier momento va a copar el espacio, se va a expandir y le va a cortar el aire.

Teme. Las paredes se achican, se le vienen encima, le cortan la visión, le perforan la conciencia.

No puede controlar su cuerpo. Tiembla, llora, grita.

El aire se le corta y piensa en la muerte. Piensa que viene a buscarla, que es el momento y no encuentra salida.

Mira alrededor y no hay nadie, no hay a quien acudir ante tal grado de desesperación. Tampoco entenderían semejante estado de terror.

Las manos se le duermen, el calor sube por la espalda, la cabeza empieza a no entender.

De reojo mira la mesa. Lo ve, lo encuentra ahí, tirado con la hoja brillante y perfecta para el escape. Lo mira pero no se atreve y respira como puede, haciendo fuerza para que el oxigeno entre en sus pulmones.

El desmayo asoma, y espera con ansias que suceda, que la tumbe al piso para dejar de sentir ese descontrol que la lleva hacia la locura.

La atormenta, no sabe si el momento o el terror de que vuelva a suceder. Y ahí, cuando piensa en volver a soportar ese dolor lo vuelve a mirar, ahí sobre la mesa, como esperando, casi burlón.

La mancha crece y no da tregua. La desesperación domina nuevamente la escena. No quiere pararse porque piensa que va a caer pero no soporta esos minutos que se le hacen eternos. La enloquecen, se pierde en el umbral de la incoherencia y no lo tolera.

Se estira. Lo agarra firme, segura, con miedo y motivada por la desesperación.

Lo clava, lo aprieta contra la piel que tira, punza, duele. Duda pero aguanta y hace más fuerza. Presiona y arrastra esperando que pare la asfixia. No sabe qué duele más, sí la mancha o la punta fría que rasga la piel.

No importa, ayuda, cambia el foco y la deja respirar un poco. El aire entra por la nariz, se siente en los pulmones y pasa doliendo por la mancha que presiona demasiado. No sabe qué hacer. Teme dejar de apretar y que vuelva el terror, no sabe si concentrarse en respirar o simplemente presionar hasta que pare.

No entiende, está confundida. Mira a su alrededor buscando respuesta. Ya no sabe qué hacer. El aire pasa y le devuelve la cordura.

Lo tira al piso.

Se deja caer y respira.

Fuma.

El humo le raspa al pasar por la garganta, la mano le tiembla mientras se lleva el cigarrillo a la boca.

Se recuesta agotada por el dolor, se seca las lágrimas y mira la sangre correr.

Pide, pide como todos los días que no vuelva el pánico.

Se desentiende y cambia de tema cuando siente la mancha crecer, presionar, quemar como la hiedra, espera que pase, que se vaya y la deje pensar.

sábado, 27 de agosto de 2011

Cháchara de una tarde en la plaza


Lo conocí una tarde de abril mientras corría en la plaza. No eran circunstancias normales, mi relación con el deporte sólo surge cuando el encierro agota mi cabeza.
Abombada, así me sentía, abombada y cansada. Exhausta del destino y de su maldita manía de complicarme la vida. Esa tarde las paredes de mi habitación parecían atacar mi percepción del mundo, ya no podía pensar, no había lugar donde escapar.
Me levanté de la cama con un ímpetu sorprendente, vestí deportiva, me até fuerte los cordones y puse play en el reproductor.
Al salir el aire atinó a refrescarme las ideas. Caminé un par de cuadras, pero no me animaba a correr. Durante años la gente se mofó de la manera en que lo hacía. Gracioso y desgarbado, son los términos que suelen utilizar para referirse a mi andar. De pronto la cabeza empezó a carburar y correr se volvió una necesidad incontrolable.
Me tapé con la capucha y corrí mirando el piso. Las baldosas giraban bajo mis pies y yo sin poder parar de pensar. La música sonaba en mis oídos y yo sin poder parar de correr.
De pronto pensé que mis piernas iban a recordar este enojo al día siguiente, pero seguí. Seguí porque necesitaba que algo detenga la ira que circulaba por mis venas. Corrí no sé por cuánto, tal vez unos minutos, tal vez una hora o quizá más, aunque lo dudo.
En determinado momento mis pulmones pasaron factura por tantos cigarrillos fumados y tuve que detener la marcha. Te vi reír desde lejos, como si mi ahogo fuera un mal chiste contado al pasar. Ahí volvió el enojo incontrolable y corrí (más bien caminé tosiendo) hacia otro lugar. Elongué, o hice como que sabía hacerlo, y me tiré sobre el pasto a mirar el atardecer.
Estaba demasiado agitada para pensar, pero me reconfortaba saber que esa noche dormiría de un tirón, sin desvelarme por la madrugada, sin mirar el techo por horas.
De pronto apareciste, te sentaste sonriendo y puse la mejor de mis peores caras. Me paré y me dispuse a volver. Y ahí te miré, como diciéndote idiota y matate con la misma expresión. Y ahí sí, ahí sí que te vi. Tu sonrisa era ente burlona, tímida y extremadamente dulce. Me detuve en ella unos segundos y bajé la vista rápidamente, como quien dice no, mejor no quiero.
Me fui, y esa noche pensé un poco en vos.
Pasaron las semanas y mantuve este nuevo hábito saludable, tal vez porque mi cabeza seguía contrariada, tal vez porque esperaba volverte a ver.
Orgullosa de mi evolución creí que podría superar el trauma que generan las burlas sobre mi ritmo al andar. Hasta que te vi de nuevo. Esa tarde sentí un frío que me recorrió el cuerpo. No pensé que sucediera, estaba despeinada y bastante transpirada.
Me detuve un instante para verte llegar y seguí corriendo, probablemente un poco más ligero para escapar de tu mirada, para que no notes el bajón de presión que me invadió cuando te vi.
Ese día corriste a mi lado, tan sólo una vuelta para disculparte por aquella risa. Más tarde llegó el momento cursi y una flor mal cortada te pareció la mejor manera de romper el hielo. Me reí como diciendo “qué gil” y aceleré el paso para poner cara de idiota. Así de histérica soy cuando me hablás, yo que me jacto de no serlo.
Mientas elongaba, porque en ese momento ya elongaba de verdad, probaste suerte otra vez. Esa tarde, te di charla porque estaba segura de que me veía muy mal y era sorprendente que aún quisieras hablarme.
Fuiste interesante, no quería que lo fueras, fuiste divertido y eso tampoco quería. En ese momento creí que me derretía como una idiota de esas que no pueden pensar.
Y así, y así algunas veces más. Ya no estaba tan contrariada pero corría porque me gustaba y porque dos por tres te veía. Tres por cuatro te daba charla y cuatro por cinco me hacías reír.
Las relaciones textuales invaden la atmosfera y el invierno llegó y yo ya no corría. Me gustaba más cruzarte en la plaza que encontrarte conectado en el chat. Ahí de pronto ya no fuiste tan interesante, y yo ya no quería messengerear.
El invierno dio tregua y se acercaba la primavera, principalmente se acercaba mi cumpleaños con bajón incluido.
Otra vez volví a correr y te vi, te vi en las baldosas girando, en el pasto de la plaza y me acordé de una tarde en la que te dije: “No me mires a mí, no quieras nada conmigo. Es más, nunca mires a una chica como yo, enamórate de una mujer simple. Que lea Benedetti porque suena romántico y piensa que lo entiende. Enamorate de una chica que piense menos y haga más. Nunca, nunca una como yo”, dije con cara seria, como pidiéndote por favor. Esa tarde te estaba cuidando, te estaba cuidando de mí.
Terminé de decirlo y me arrepentí (como sucede el 80 por ciento de las veces que digo cosas). Me miraste extrañado y en la misma expresión me dijiste loca, pero como si fuera algo lindo.
Ayer volví a la plaza y pensé en vos. Pensé en todo el tiempo que perdí y en lo cobarde que fui. Me puse los auriculares, la capucha y corrí. Esta vez por mí, y voy a volver aunque sé que no voy a verte, pero con la seguridad de que lo hago por mí, con la tristeza de que no te animaste a quererme y con la certeza de que creíste mis palabras.
Ella lee a Benedetti, estoy segura, pero no lo entiende y creo que vos tampoco.