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domingo, 4 de septiembre de 2011

Crónica de unos 25 anunciados...

El cuarto de siglo me persigue y ya no puedo hacer nada para evitarlo. Escribo esto horas antes de que llegue el día en que cumpliré 25 años y ya empiezo a preguntarme por qué hice tanto alboroto al respecto. Pero aquí estoy, gritándole al viento una vez más, usando la primera persona del singular y ordenando mis ideas en unos cuantos caracteres.

Debo reconocer que en estas semanas busqué sentirme animada al hablar con gente mayor que me dijo “idiota” por tener una crisis “simplemente” por alcanzar esta edad. Que “estás loca”, que “es la mejor etapa”, que “sabes lo que daría yo por tener 25”, y eso, mucho de eso. No sé si me consuela del todo, porque en parte me preocupa estar equivocada y no disfrutar lo suficiente de un momento que podría ser trascendental para la vida, pero qué se yo.

Como chizitos en la cama y escribo estas palabras mientras transcurre lo que, probablemente, sea el año más difícil de mi vida, así que me cuesta diferenciar entre una situación bisagra y un cachetazo más de un Dios caprichoso.

Últimamente pienso mucho en eso de crecer y me pregunto hasta el cansancio cuál es el momento en el que se deja de estar protegido bajo las faldas de la juventud para justificar errores desastrosos. En qué momento comenzas a ser un pelotudo y dejas de ser ese que “pobre, es pendejo, no se da cuenta”.

Tal vez crecer se trata de comprender el valor irremplazable de una cerveza con amigos. O entender que la muerte puede rondar antes de tiempo y que ser viejo no es condición sine qua non para que ataque. Quizás es comprender la finitud de la vida o querer romper una vidriera cuando te dan una mala noticia y pensar antes de hacerlo, creer que eso no soluciona nada, que mejor no.

También se me ocurre que está relacionado con la fortaleza de contener el llanto ante una situación desgarradora, en evitar con todas tus fuerzas que la lágrima se asome por los ojos, que las rodillas se quiebren y te tiren al piso, porque a veces la vida es una mierda y no se puede hacer nada para cambiarlo, pero hay que poner cara de póker.

Se me ocurre otra alternativa relacionada con el arrepentirse. Quién dice que madurar no tiene que ver con mirar para atrás y ver lo que se hizo con el tiempo.

Pero volviendo al balance del cuarto de siglo, no voy a caer en la cursilería de que “no saben lo groso que fue vivirlo en mis zapatos”. No sé, fue normal, nunca me desataqué por nada en particular, no soy ni tan linda, ni tan inteligente, ni tan talentosa, ni tan graciosa. Con un poquito de todo y, de a poco, aprendí a que las cualidades parezcan más de lo que son y ayuden a ocultar la interminable lista de defectos, es un buen manejo de los recursos, pero nada más.

Una vez, en medio de la noche y de regreso a casa en un taxi, un chico me dijo entre risas que siempre iba a deprimirme si hacía balances. Esa idea quedó retumbando en mi cabeza, se ve que hasta hoy, porque me rehúso a creer que puede ser así. Algún día la cuenta tiene que dar a mi favor. El balance puede dar positivo y demostrar resultados consecuentes con un tiempo de esfuerzos. O al menos espero que así sea.

Siguiendo con la terminología económica, puedo decir que el tiempo, hoy más que nunca, se convirtió en un bien escaso e irrenovable que pasa de pronto y sin pedir permiso. Tal es así, que hice una lista con cuestiones pendientes que no pueden ser postergadas ni un día más pero, en vez de empezar a hacerlas. las leo en el cuaderno para no olvidarme de ninguna.

Posiblemente no cumpla con estos objetivos y a los 30 quiera morir en silencio. Probablemente suceda eso, y no que algún día sea una periodista enserio o tenga una casa propia.

Esas ilusiones forman parte de lo que yo creo, puede llegar a ser, algún día, de alguna manera, la felicidad. Pero son eso, ilusiones improbables por las que trabajo y me arrepiento a diario, así que por las dudas, voy a dejar de pensar en ellas.

Pienso mucho en el tiempo y en sus caprichos irrefrenables, pero nos vamos amigando, y no es porque no puedo hacer nada para evitar su paso, sino porque lo relacioné con otra cosa. Entendí que se trata de una sensación similar a esa bipolaridad que aparece al terminar un buen libro. Ese acariciar la contratapa y leer de nuevo lo que allí está escrito. Con la tristeza de que terminó y con la alegría de que esas palabras entraron por los ojos y se instalaron en el inconsciente llenándonos de placer, alegría y tranquilidad. Y quizás eso, sin tanta parafernalia, sea la felicidad.