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viernes, 18 de mayo de 2012

Y de pronto todo fue noche.

Las luces se apagaron y el viento arremetió contra las ventanas haciendo estallar vidrios, levantando árboles, ramas, hojas, troncos, carteles, techos, todo.

Dana vive junto a sus tres hijos y su novio veinteañero. Tiene una casa precaria en Lomas de Zamora. La hicieron tipo chorizo, en un terreno que comparten con un familiar: una abuela, no dicen de quién, es sólo eso, una abuela, como si fuera una entidad compartida.

La joven pareja empezó a comprar los materiales para construir el “nidito de amor”, de a poco, con la plata que ella gana como camarera en una parrilla al paso que está sobre la autopista Juan Domingo Perón. Danilo, su novio, trabaja en un taller mecánico y es de esos maridos/cónyugues que se hacen cargo de hijos anteriores y , con sólo 20 años, es el jefe de una familia ensamblada que el 4 de abril lo perdió todo.

Cenaban tarde, como todos los días. Dana sirve primero la cena de otros, en la parrilla, y después en casa, con su familia.

Y de pronto “PUM”. Golpe seco. Oscuridad y agua.

En un temporal que no se sabe si fue tormenta, tornado o desgracia, esta familia vio su esfuerzo derrumbado: el sueño de la casa propia quedó aplastado por un árbol gigante.

Y dejó eso, la mesa, las seis sillas y el cielo.

“Vimos cómo se caía la casa delante nuestro. Lo primero que hicimos fue agarrar a los chicos y encerrarnos en la pieza del fondo. No podíamos salir porque llovía muchísimo y el árbol también tiró los cables de la luz. Escondidos, desde ahí, veíamos cómo hacían chispas en los charcos, estábamos aterrados. Después los vecinos empezaron a gritar y nos ayudaron a salir, fueron unos minutos terribles”, recuerda Dana mientras mira descreída el escenario que dejó la tormenta.

El resto del barrio no pareció inmutarse aquella noche del temporal. Sólo esta casa sufrió las consecuencias y todavía las paga.

A un mes y medio Dana y Danilo viven repartidos en lo de amigos y familiares que los reciben para bañarse o pasar la noche. Llevan la ropa en bolsas porque, dicen, “ya no hay placard”.

Así pasa el tiempo, mientras reconstruyen la casa ladrillo a ladrillo. Mientras ella va a la parrilla, él al taller y los chicos al colegio. Cuando termina el día vuelven al terreno, que ya no es casa, es terreno. Tienen que apurarse, aseguran, para volver a levantar ese hogar que ya no está.

El árbol inmenso sigue ahí, ahora es una pila de troncos que lleva demasiado tiempo interrumpiendo el paso. “A veces pienso que nada tiene sentido. El otro día sacábamos escombros y encontré una foto de mis hijos en el barro. Es mi casa, no es sólo la pared, el techo, los muebles. Perdí mi casa, la cuna donde dormían los chicos, todo ¿Cómo recuperas eso?”, piensa Dana, y lo dice mirando el cielo.

viernes, 16 de marzo de 2012

En una pitada zurda el anular muestra tu ausencia. En un gesto casi irritado el meñique te suplanta y llena el vacío.

miércoles, 14 de marzo de 2012

Y si no lo escribo se va. Se escurre entre mis dedos, se pierde entre momentos sin sentido y los recuerdos se vuelven difusos. Escapa y ya no sé si es, si fue o lo inventé.
Entonces lo busco, lo pienso, lo siento entre mi piel pero no está. No lo encuentro y me pierdo.
Por eso lo escribo, para que se quede, para que exista.

jueves, 8 de marzo de 2012

Es un juego
Un juego de distintos que se atraen y se alejan con la misma intensidad.
No se entienden, tampoco lo intentan.
Buscan, recorren, miran.
Se miran. Se tocan.
Lo lúdico choca con el riesgo pero lo ignora.
Siguen.
Arriesgan. Ganan.
Ya perdieron demasiado pero no importa.
Siguen.

miércoles, 15 de febrero de 2012

Y ver el sol nacer entre la suavidad de tu piel y la rispidez de tus palabras.
Eso que de un momento a otro se convirtió en un juego apasionante, turbio y desmedido. Adictivo. Tibio. Necesario.
La razón anuncia un final siniestro pero la piel llama pidiendo tregua. Golpea como el teléfono que suena y arruina el momento. Pero no, imposible escuchar el alerta.

lunes, 9 de enero de 2012

Luces que rebotan en un sin fin de desencuentros. El ruido opaca los sentidos, confunde y obnubila. Las miradas se pierden entre la nada y el vacío copa el terreno.
Era una de esas noches que no dejan huella, que se esconden entre los recuerdos lejanos, de tiempos mejores. Un estar y no estar, con la cabeza posada en algún lugar tibio y lleno de ternura. Con el cuerpo detenido, frío.
La sensación de nostalgia le sonaba familiar y la asustaba. El no querer estar allí, entre el barullo, las risas y la música. El querer ese otro lado, encerrada en un mundo paralelo, sin esa carencia de sentido.
Pero no, de nuevo el miedo y la incertidumbre salían, como el sol que amenazaba con levantar el velo protector de la noche. Ese no entender que lo desdibuja todo, que enrosca y confunde. Esa angustia, esa ansiedad latente, ahí, siempre.