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miércoles, 2 de noviembre de 2011

Enjaulada...

Hoy desperté con ganas de jugar.
Tal vez fue el sol, el viento que pegaba en la cara, no sé. El pasto tenía un color particular que invitaba a tirarse, revolcarse, mancharse y desparramarse perdiendo por completo la compostura.
Me invadía una necesidad incontrolable de andar descalza. 
De tirar las zapatillas y ennegrecerme las patas con lo que sea. De sentir el frío en los pies, que el pasto pinchara los dedos o se metiera entre la piel.
Tirar la mochila y treparme a un árbol. Subir hasta lo alto y no saber cómo bajar. Espiar desde arriba.
Jugar.
Correr detrás de una pelota, romper algo con inocencia, que no importe si me miran bailar o cantar con la cara deforme.
Abrir la reja y salir sin pudor, revoleando o arrastrando los pies.
Deformar la estructura hasta hacerla desaparecer. Hacerla mierda, darla vuelta, de arriba para abajo, de izquierda a derecha. Romperla del todo y no pelear más.
Jugar. Correr. Salir. Escapar. Llorar. Reír a carcajadas. Romper. Golpear. Destrozar. Acariciar. Besar. Todo quería. 
Impedir ese impulso fue enjaular una parte de mí. 
Fue verme encerrada entre barrotes que limitan el hacer, agarrada entre las hendijas mirando no sé qué.
El aire pasaba igual entre las rejas dando la ilusión de libertad, pero no. Mentía, mentía porque encerraba igual. La asfixia se sintió y la mirada se posó incesante en vaya a saber qué, pero simulaba el edén. 
Una cosa o la otra. Este camino o aquel. La tiranía de los esquemas o la incertidumbre de las letras. 
Es que no jugar se pareció a la novela que nunca empezó. Al cuento que nunca se narró. A la canción que nunca se cantó y a la fotó que nunca se sacó.
Fue lo mismo.
Matar una parte que pedía salir, meterla en la jaula, otra vez.