Querer salir de la confusión es desear que todo termine y empiece de nuevo, es como frotarse los ojos porque no crees eso que ves. Porque no se puede comprender la injusticia y la desazón, la traición, la desilusión o el abandono. Tal vez existan maneras de salir de la vorágine de ideas que nos invaden todos los días para detenerse, observar, pensar, analizar y tal vez así podamos entender...
domingo, 11 de diciembre de 2011
Desvaríos censurados
miércoles, 2 de noviembre de 2011
Enjaulada...
miércoles, 12 de octubre de 2011
Desde el epicentro...

Contradicciones que se hacen eternas. Palabras que penetran la consciencia y se clavan por ahí, donde más duelen. Pensamientos constantes que se pelean por salir, preocupaciones que se codean esperando una solución que no llega. De a una a la vez, van asomando entre las sombras.
-Mirarte y mirarme de lejos. Verte partir, sentirte escapar. Seguirte, correrte por ahí preguntándome por qué.
-Te descubro, te observo y no te digo. Te huelo, te espero, te veo funcionar para entender lo enrevesado. Te mido. Me mido. Juego con fuego porque me gusta. Digo que no mientras me pongo las botas. Como un adicto que dice “una vez más, sólo uno y ya está, nunca más”, pero no, sigue, y uno más es otro, y otro, y otro. Y el sol asoma y te corre. La noche es escudo perfecto para protegerse de la inclemencia racional de la mañana, pero el amanecer no espera a que termine el juego.
-Correr, correr todo el tiempo, tener sueño, miedo, nervios e inseguridad. No quiero, no puedo, no siento las horas pasar. Pasan, y no dicen nada. Hasta que sí, hasta que me veo por ahí en miradas ajenas que condenan, juzgan, marcan y vacían.
-No quiero. No me gusta. No estoy de acuerdo. No quiero verte partir, escapar. Pero, nunca mejor dicho: quiero verte volar. Te dejo ir, suelto tu mano y no puedo hacer nada para que estés. Para que me ayudes a ordenar la cabeza. Para escaparme de tus planes maquiavélicos y de tus presagios asfixiantes. Me siento y te espero, te voy a ver llegar por el mismo lugar donde te dejé. Ahí estaré, sentada, con una de esas que espían nuestras charlas eternas, mirando sin comprender hacia dónde van nuestros pensamientos. Como si el tiempo no pasara, como si no existiera, aguardo el play en el lime constante. Es que no quiero perderme ninguno.
-Y vos, y vos ¿Qué más querés de mí? Quiero esconderme bajo tu ala pero no me pidas más de lo que tengo para dar. Vendiste humo pensando que yo podía deslumbrar. Y no, no podía ¿Viste que no? Ahora me exigís más, todo el tiempo más y no hay mucho resto. Poco queda en el fondo del tazón, poco queda por encontrar y yo así, tratando de disimular, para que no se note lo que hay detrás de la autosuficiencia y la cara de buenos amigos.
Conversan, cada parte pide lo suyo y demanda su atención. Es latente, constante, se pelean por salir. Pero no hay tiempo. No todos los reclamos pueden ser escuchados, no todas las preocupaciones pueden tener solución. Peguen de a uno por vez y esperen a que pase la lluvia, ahí, tal vez, volveré a sonreír.
domingo, 4 de septiembre de 2011
Crónica de unos 25 anunciados...

Debo reconocer que en estas semanas busqué sentirme animada al hablar con gente mayor que me dijo “idiota” por tener una crisis “simplemente” por alcanzar esta edad. Que “estás loca”, que “es la mejor etapa”, que “sabes lo que daría yo por tener 25”, y eso, mucho de eso. No sé si me consuela del todo, porque en parte me preocupa estar equivocada y no disfrutar lo suficiente de un momento que podría ser trascendental para la vida, pero qué se yo.
Como chizitos en la cama y escribo estas palabras mientras transcurre lo que, probablemente, sea el año más difícil de mi vida, así que me cuesta diferenciar entre una situación bisagra y un cachetazo más de un Dios caprichoso.
Últimamente pienso mucho en eso de crecer y me pregunto hasta el cansancio cuál es el momento en el que se deja de estar protegido bajo las faldas de la juventud para justificar errores desastrosos. En qué momento comenzas a ser un pelotudo y dejas de ser ese que “pobre, es pendejo, no se da cuenta”.
Tal vez crecer se trata de comprender el valor irremplazable de una cerveza con amigos. O entender que la muerte puede rondar antes de tiempo y que ser viejo no es condición sine qua non para que ataque. Quizás es comprender la finitud de la vida o querer romper una vidriera cuando te dan una mala noticia y pensar antes de hacerlo, creer que eso no soluciona nada, que mejor no.
También se me ocurre que está relacionado con la fortaleza de contener el llanto ante una situación desgarradora, en evitar con todas tus fuerzas que la lágrima se asome por los ojos, que las rodillas se quiebren y te tiren al piso, porque a veces la vida es una mierda y no se puede hacer nada para cambiarlo, pero hay que poner cara de póker.
Se me ocurre otra alternativa relacionada con el arrepentirse. Quién dice que madurar no tiene que ver con mirar para atrás y ver lo que se hizo con el tiempo.
Pero volviendo al balance del cuarto de siglo, no voy a caer en la cursilería de que “no saben lo groso que fue vivirlo en mis zapatos”. No sé, fue normal, nunca me desataqué por nada en particular, no soy ni tan linda, ni tan inteligente, ni tan talentosa, ni tan graciosa. Con un poquito de todo y, de a poco, aprendí a que las cualidades parezcan más de lo que son y ayuden a ocultar la interminable lista de defectos, es un buen manejo de los recursos, pero nada más.
Una vez, en medio de la noche y de regreso a casa en un taxi, un chico me dijo entre risas que siempre iba a deprimirme si hacía balances. Esa idea quedó retumbando en mi cabeza, se ve que hasta hoy, porque me rehúso a creer que puede ser así. Algún día la cuenta tiene que dar a mi favor. El balance puede dar positivo y demostrar resultados consecuentes con un tiempo de esfuerzos. O al menos espero que así sea.
Siguiendo con la terminología económica, puedo decir que el tiempo, hoy más que nunca, se convirtió en un bien escaso e irrenovable que pasa de pronto y sin pedir permiso. Tal es así, que hice una lista con cuestiones pendientes que no pueden ser postergadas ni un día más pero, en vez de empezar a hacerlas. las leo en el cuaderno para no olvidarme de ninguna.
Posiblemente no cumpla con estos objetivos y a los 30 quiera morir en silencio. Probablemente suceda eso, y no que algún día sea una periodista enserio o tenga una casa propia.
Esas ilusiones forman parte de lo que yo creo, puede llegar a ser, algún día, de alguna manera, la felicidad. Pero son eso, ilusiones improbables por las que trabajo y me arrepiento a diario, así que por las dudas, voy a dejar de pensar en ellas.
Pienso mucho en el tiempo y en sus caprichos irrefrenables, pero nos vamos amigando, y no es porque no puedo hacer nada para evitar su paso, sino porque lo relacioné con otra cosa. Entendí que se trata de una sensación similar a esa bipolaridad que aparece al terminar un buen libro. Ese acariciar la contratapa y leer de nuevo lo que allí está escrito. Con la tristeza de que terminó y con la alegría de que esas palabras entraron por los ojos y se instalaron en el inconsciente llenándonos de placer, alegría y tranquilidad. Y quizás eso, sin tanta parafernalia, sea la felicidad.
martes, 30 de agosto de 2011
La mancha...

Aprieta, asfixia, crece, presiona y fatiga. Es una mancha que se extiende desde la boca del estomago hasta la garganta.
Sube y le quita el aire.
La deja caminando confundida, mareada, pensando que en cualquier momento va a copar el espacio, se va a expandir y le va a cortar el aire.
Teme. Las paredes se achican, se le vienen encima, le cortan la visión, le perforan la conciencia.
No puede controlar su cuerpo. Tiembla, llora, grita.
El aire se le corta y piensa en la muerte. Piensa que viene a buscarla, que es el momento y no encuentra salida.
Mira alrededor y no hay nadie, no hay a quien acudir ante tal grado de desesperación. Tampoco entenderían semejante estado de terror.
Las manos se le duermen, el calor sube por la espalda, la cabeza empieza a no entender.
De reojo mira la mesa. Lo ve, lo encuentra ahí, tirado con la hoja brillante y perfecta para el escape. Lo mira pero no se atreve y respira como puede, haciendo fuerza para que el oxigeno entre en sus pulmones.
El desmayo asoma, y espera con ansias que suceda, que la tumbe al piso para dejar de sentir ese descontrol que la lleva hacia la locura.
La atormenta, no sabe si el momento o el terror de que vuelva a suceder. Y ahí, cuando piensa en volver a soportar ese dolor lo vuelve a mirar, ahí sobre la mesa, como esperando, casi burlón.
La mancha crece y no da tregua. La desesperación domina nuevamente la escena. No quiere pararse porque piensa que va a caer pero no soporta esos minutos que se le hacen eternos. La enloquecen, se pierde en el umbral de la incoherencia y no lo tolera.
Se estira. Lo agarra firme, segura, con miedo y motivada por la desesperación.
Lo clava, lo aprieta contra la piel que tira, punza, duele. Duda pero aguanta y hace más fuerza. Presiona y arrastra esperando que pare la asfixia. No sabe qué duele más, sí la mancha o la punta fría que rasga la piel.
No importa, ayuda, cambia el foco y la deja respirar un poco. El aire entra por la nariz, se siente en los pulmones y pasa doliendo por la mancha que presiona demasiado. No sabe qué hacer. Teme dejar de apretar y que vuelva el terror, no sabe si concentrarse en respirar o simplemente presionar hasta que pare.
No entiende, está confundida. Mira a su alrededor buscando respuesta. Ya no sabe qué hacer. El aire pasa y le devuelve la cordura.
Lo tira al piso.
Se deja caer y respira.
Fuma.
El humo le raspa al pasar por la garganta, la mano le tiembla mientras se lleva el cigarrillo a la boca.
Se recuesta agotada por el dolor, se seca las lágrimas y mira la sangre correr.
Pide, pide como todos los días que no vuelva el pánico.
Se desentiende y cambia de tema cuando siente la mancha crecer, presionar, quemar como la hiedra, espera que pase, que se vaya y la deje pensar.
sábado, 27 de agosto de 2011
Cháchara de una tarde en la plaza

domingo, 31 de julio de 2011
Cuando ella viajó en globo...

Me tranquiliza. Verlos desde arriba me relaja y confirma la teoría, esa que muchos llaman negatividad y, algunos psicoanalistas mediocres, inseguridad. “No somos nada”, arroja alguna abuela ante una desgracia reciente. Y no, desde acá no lo somos.
Con los pies casi sobre la tierra los miro y pienso que van todos caminando como sin saber adónde, al ritmo de un reloj ajeno que coordina y regula sus movimientos. Volando en este aparato que flota, sin que yo comprenda cómo, lo veo con más claridad. Con la certeza de que somos nada, una nada insignificante que se mueve bajo la regla del no entender por qué.
Todo tan pequeño, tan incierto, tan estructurado y diagramado en la inmensidad. Sólo se me ocurre pensar cuántas historias estarán allá, listas para ser contadas, y yo sin poder llegar a recorrer esos caminos que desde la altura parecen tan pequeños y sencillos. La grandilocuencia de las palabras se hace presente y ya todo pierde sentido.
Los que añoran las pequeñas cosas siempre me generaron un escalofrío por la espalda. Está claro que el error es mío, por eso pierdo el eje con tanta facilidad y ya nada me parece suficiente. Quiero todo en grande, quiero leer todos los libros del mundo. Saber de literatura, de cine, de pintura, de arte, de ciencia, de medicina, de biología, de tecnología, de religión, de historia y de política.
Volviendo a la psicología barata, puedo coincidir con ese concepto mediocre que asegura que aquellos que quieren todo terminan por no disfrutar ni conseguir nada. Gran verdad mirándolo desde aquí, pero qué carajo, no puedo dejar de desearlo.
Quiero escribir el libro de las mil cosas que a nadie le importan, con historias que nos pasan por al lado y ni siquiera miramos. Quiero que sepan, como yo, que detrás de cada persona, lugar y momento, hay algo para contar.
Me da rechazo mi romanticismo en ese sentido, pero es una obsesión que me motiva a seguir en este camino enrevesado, lleno de baches, caídas, y rechazos.
También quisiera ser más dinámica a la hora de encontrarlas. Romper la barrera del temor y salir a buscar esa vida que está allá afuera y a veces me parece tan ajena.
Pero de vuelta, me chocan severamente las cursis frases del tipo “vive la vida”, “disfruta cada día como si fuera el último”, y las escribo con voz chillona de niña tonta que le dice “papito” a su padre y que se fanatiza con alguna banda de música berreta porque de rock & roll no entiende un comino. Porque no, no se puede, es imposible pensar en el mundo como un lugar tan pequeño y sencillo.
Por más que concentre mi mirada, segmentada, en un texto o en un objeto de la vida real, nunca pierdo de vista todo eso que está completamente fuera de mi alcance. Porque lo quiero, corro tras él todos los días, aunque sea mentalmente, aunque mi insignificancia no me permita nunca alcanzarlo. Aunque ese mismo no ser nada, en un mundo tan inmenso y complejo, me recluya en las cuatro paredes de mi habitación. Aunque sea un imposible y me lleve cada vez más abajo, más al fondo de la negatividad propia del querer demasiado y no tener capacidad de acción para concretar nada.
De todas maneras, la disconformidad del no poder queda muy por debajo del orgullo de saber, siempre saber, que los recovecos están por ahí, desde acá arriba los veo, desde allá abajo los huelo y desde adentro los deseo.
martes, 28 de junio de 2011
Tan solo una frase....
Gabriel García Márquez
lunes, 20 de junio de 2011
Arbitraria

Pero hoy es abril y ha sido un buen día. Hice una entrevista con una mujer a quien voy a volver a ver en dos semanas y varios llamados telefónicos que dieron buenos resultados. Compré frutas, conseguí un estupendo curry en polvo. Hay nardos en los floreros de la cocina. Corrí al atardecer. Me siento leve, un poco feroz, arbitraria. De modo que si hoy me preguntaran, les diría: corran. Les diría: sientan los huesos mientras corren como sentirán después las catástrofes ajenas: sin acusar el golpe. Aguanten, les diría. Pasen por las historias sin hacerles daño (sin hacerse daño). Sean suaves como un ala, igual de peligrosos. Y respeten: recuerden que trabajan con vidas humanas. Respeten.
Escuchen a Pearl Jam, a Bach, a Calexico. Canten a gritos canciones que no cantarían en público: Shakira, Julieta Venegas, Raphael. Vayan a las iglesias en las que se casan otros, sumérjanse en avemarías que no les interesan: expóngase a chorros de emoción ajena.
Sean invisibles: escuchen lo que la gente tiene para decir. Y no interrumpan. Frente a una taza de té o un vaso de agua, sientan la incomodidad atragantada del silencio. Y respeten.
Sean curiosos: miren donde nadie mira, hurguen donde nadie ve. No permitan que la miseria del mundo les llene el corazón de ñoñería y de piedad.
Sepan cómo limpiar su propia mugre, hacer un hoyo en la tierra, trabajar con las manos, construir alguna cosa. Sean simples pero no se pretendan inocentes. Conserven un lugar al que puedan llamar “casa”.
Tengan paciencia porque todo está ahí: solo necesitan la complicidad del tiempo. Aprendan a no estar cansados, a no perder la fe, a soportar el agobio de los largos días en los que no sucede nada.
Maten alguna cosa viva: sean responsables de la muerte. Viajen. Vean películas de Werner Herzog. Quieran ser Werner Herzog. Sepan que no lo serán nunca.
Pierdan algo que les importe. Ejercítense en el arte de perder. Sepan quién es Elizabeth Bishop.
Equivóquense. Sean tozudos. Créanse geniales. Después aprendan.
Tengan una enfermedad. Repónganse. Sobrevivan.
Quédense hasta el final en los velorios. Tomen una foto del muerto. Tengan memoria, conserven los objetos.
Resístanse al deseo de olvidar.
Cuando pregunten, cuando entrevisten, cuando escriban: prodíguense. Después, desaparezcan.
Acepten trabajos que estén seguros de no poder hacer, y háganlos bien. Escriban sobre lo que les interesa, escriban sobre lo que ignoran, escriban sobre lo que jamás escribirían. No se quejen.
Contemplen la música de las estrellas y de los carteles de neón.
Conozcan esta línea de Marosa di Giorgio, uruguaya: “Los jazmines eran grandes y brillantes como hechos con huevos y con lágrimas”.
Vivan en una ciudad enorme.
No se lastimen.
Tengan algo para decir.
Tengan algo para decir.
Tengan algo para decir.
lunes, 6 de junio de 2011
La cama y el libro*

Aunque soy partidario de un montón de costumbres higiénicas y saludables, sé pasarme mis dos o tres días refugiado en la cama. En la cama escribo a máquina; leo, almuerzo. ¡Es maravilloso! Lo lamentable es que no haga el frío suficiente para invernar en la cama, es decir, para acostarse hoy y levantarse dentro de tres meses, con la barba que le llega al ombligo y el pelo tan crecido que toque el plafón.
En la cama se sueña todo lo que es posible soñar sin ayuda de haschich ni opio. La "linuya" se dilata. Hay un momento en que se llega a la conclusión de que como se continúe así le brotarán raíces a uno de la planta de los pies. Al mismo tiempo abre la boca, bosteza rabiosamente y se lamenta de que llueva tan despacio.
Porque la lluvia y la cama se acompañan en un misterioso consorcio. Incluso se llega a descubrir que en los invernales días lluviosos, las únicas novelas que se pueden leer con toda satisfacción son las de Walter Scott. Y si no tuviera miedo de que me dieran diploma y patente de reo consuetudinario, diría que hay libros para leer en invierno y novelas que únicamente deben leerse en verano. Y dije antes que las únicas novelas legibles en invierno eran las de Walter Scott, porque allí se encuentran enanos, bufones, diligencias, neblinas, lluvias torrenciales, caballeros que se dan estocadas y las mil imágenes maravillosas que se pueden ir escalonando con la cabeza tapada por la almohada.
Usted señor, a quien admiro mucho, porque tiene o tuvo bastante talento, escribió un libro que se tituló "De la elegancia mientras se duerme". Desgraciadamente el libro trataba de todo menos del arte de dormir con o sin elegancia.Sin embargo, tendría que aparecer algún vago que escribiera ese libro. Del arte de dormir. Del arte de sacarle el jugo a la cama.
A uno se le pone la "piel de gallina" en cuanto mira para afuera y ve que garúa, que el cielo está negro...
¡ah! ¡qué diablo! Entonces uno se ríe de todos lo preceptos higiénicos, aunque hablando sinceramente yo diré que respeto todos los preceptos higiénicos. Procedo de forma poco sutil si se quiere, pero que satisfacen mi conciencia. Me levanto a las seis de la mañana, hago gimnasia como recomiendan todos los manuales de higiene corporal, me baño y luego me meto a la cama donde duermo hasta las doce o dos de la tarde. Eso es andar bien con Dios y con el diablo, si no me equivoco, ¿No dice Cristo "dad al César lo que es del César"? Dadle a la gimnasia lo que es de la gimnasia, y a la cama lo que es de la cama.
*Roberto Arlt, del Cronicón de sí mismo.
Lo más perfecto de la contradicción...
lunes, 30 de mayo de 2011
Sal con una chica que no lee
Por Charles Warnke
Sal con una chica que no lee. Encuéntrala en medio de la fastidiosa mugre de un bar del medio oeste. Encuéntrala en medio del humo, del sudor de borracho y de las luces multicolores de una discoteca de lujo. Donde la encuentres, descúbrela sonriendo y asegúrate de que la sonrisa permanezca incluso cuando su interlocutor le haya quitado la mirada. Cautívala con trivialidades poco sentimentales; usa las típicas frases de conquista y ríe para tus adentros. Sácala a la calle cuando los bares y las discotecas hayan dado por concluida la velada; ignora el peso de la fatiga. Bésala bajo la lluvia y deja que la tenue luz de un farol de la calle los ilumine, así como has visto que ocurre en las películas. Haz un comentario sobre el poco significado que todo eso tiene. Llévatela a tu apartamento y despáchala luego de hacerle el amor. Tíratela.
Deja que la especie de contrato que sin darte cuenta has celebrado con ella se convierta poco a poco, incómodamente, en una relación. Descubre intereses y gustos comunes como el sushi o la música country, y construye un muro impenetrable alrededor de ellos. Haz del espacio común un espacio sagrado y regresa a él cada vez que el aire se torne pesado o las veladas parezcan demasiado largas. Háblale de cosas sin importancia y piensa poco. Deja que pasen los meses sin que te des cuenta. Proponle que se mude a vivir contigo y déjala que decore. Peléale por cosas insignificantes como que la maldita cortina de la ducha debe permanecer cerrada para que no se llene de ese maldito moho. Deja que pase un año sin que te des cuenta. Comienza a darte cuenta.
Concluye que probablemente deberían casarse porque de lo contrario habrías perdido mucho tiempo de tu vida. Invítala a cenar a un restaurante que se salga de tu presupuesto en el piso cuarenta y cinco de un edificio y asegúrate de que tenga una vista hermosa de la ciudad. Tímidamente pídele al mesero que le traiga la copa de champaña con el modesto anillo adentro. Apenas se dé cuenta, proponle matrimonio con todo el entusiasmo y la sinceridad de los que puedas hacer acopio. No te preocupes si sientes que tu corazón está a punto de atravesarte el pecho, y si no sientes nada, tampoco le des mucha importancia. Si hay aplausos, deja que terminen. Si llora, sonríe como si nunca hubieras estado tan feliz, y si no lo hace, igual sonríe.
Deja que pasen los años sin que te des cuenta. Construye una carrera en vez de conseguir un trabajo. Compra una casa y ten dos hermosos hijos. Trata de criarlos bien. Falla a menudo. Cae en una aburrida indiferencia y luego en una tristeza de la misma naturaleza. Sufre la típica crisis de los cincuenta. Envejece. Sorpréndete por tu falta de logros. En ocasiones siéntete satisfecho pero vacío y etéreo la mayor parte del tiempo. Durante las caminatas, ten la sensación de que nunca vas regresar, o de que el viento puede llevarte consigo. Contrae una enfermedad terminal. Muere, pero solo después de haberte dado cuenta de que la chica que no lee jamás hizo vibrar tu corazón con una pasión que tuviera significado; que nadie va a contar la historia de sus vidas, y que ella también morirá arrepentida porque nada provino nunca de su capacidad de amar.
Haz todas estas cosas, maldita sea, porque no hay nada peor que una chica que lee. Hazlo, te digo, porque una vida en el purgatorio es mejor que una en el infierno. Hazlo porque una chica que lee posee un vocabulario capaz de describir el descontento de una vida insatisfecha. Un vocabulario que analiza la belleza innata del mundo y la convierte en una alcanzable necesidad, en vez de algo maravilloso pero extraño a ti. Una chica que lee hace alarde de un vocabulario que puede identificar lo espacioso y desalmado de la retórica de quien no puede amarla, y la inarticulación causada por el desespero del que la ama en demasía. Un vocabulario, maldita sea, que hace de mi sofística vacía un truco barato.
Hazlo porque la chica que lee entiende de sintaxis. La literatura le ha enseñado que los momentos de ternura llegan en intervalos esporádicos pero predecibles y que la vida no es plana. Sabe y exige, como corresponde, que el flujo de la vida venga con una corriente de decepción. Una chica que ha leído sobre las reglas de la sintaxis conoce las pausas irregulares –la vacilación en la respiración– que acompañan a la mentira. Sabe cuál es la diferencia entre un episodio de rabia aislado y los hábitos a los que se aferra alguien cuyo amargo cinismo countinuará, sin razón y sin propósito, después de que ella haya empacado sus maletas y pronunciado un inseguro adiós. Tiene claro que en su vida no seré más que unos puntos suspensivos y no una etapa, y por eso sigue su camino, porque la sintaxis le permite reconocer el ritmo y la cadencia de una vida bien vivida.
Sal con una chica que no lee porque la que sí lo hace sabe de la importancia de la trama y puede rastrear los límites del prólogo y los agudos picos del clímax; los siente en la piel. Será paciente en caso de que haya pausas o intermedios, e intentará acelerar el desenlace. Pero sobre todo, la chica que lee conoce el inevitable significado de un final y se siente cómoda en ellos, pues se ha despedido ya de miles de héroes con apenas una pizca de tristeza.
No salgas con una chica que lee porque ellas han aprendido a contar historias. Tú con la Joyce, con la Nabokov, con la Woolf; tú en una biblioteca, o parado en la estación del metro, tal vez sentado en la mesa de la esquina de un café, o mirando por la ventana de tu cuarto. Tú, el que me ha hecho la vida tan difícil. La lectora se ha convertido en una espectadora más de su vida y la ha llenado de significado. Insiste en que la narrativa de su historia es magnífica, variada, completa; en que los personajes secundarios son coloridos y el estilo atrevido. Tú, la chica que lee, me hace querer ser todo lo que no soy. Pero soy débil y te fallaré porque tú has soñado, como corresponde, con alguien mejor que yo y no aceptarás la vida que te describí al comienzo de este escrito. No te resignarás a vivir sin pasión, sin perfección, a llevar una vida que no sea digna de ser narrada. Por eso, largo de aquí, chica que lee; coge el siguiente tren que te lleve al sur y llévate a tu Hemingway contigo. Te odio, de verdad te odio.
Sal con alguien que se gasta todo su dinero en libros y no en ropa, y que tiene problemas de espacio en el clóset porque ha comprado demasiados. Invita a salir a una chica que tiene una lista de libros por leer y que desde los doce años ha tenido una tarjeta de suscripción a una biblioteca.
Encuentra una chica que lee. Sabrás que es una ávida lectora porque en su maleta siempre llevará un libro que aún no ha comenzado a leer. Es la que siempre mira amorosamente los estantes de las librerías, la que grita en silencio cuando encuentra el libro que quería. ¿Ves a esa chica un tanto extraña oliendo las páginas de un libro viejo en una librería de segunda mano? Es la lectora. Nunca puede resistirse a oler las páginas de un libro, y más si están amarillas.
Es la chica que está sentada en el café del final de la calle, leyendo mientras espera. Si le echas una mirada a su taza, la crema deslactosada ha adquirido una textura un tanto natosa y flota encima del café porque ella está absorta en la lectura, perdida en el mundo que el autor ha creado. Siéntate a su lado. Es posible que te eche una mirada llena de indignación porque la mayoría de las lectoras odian ser interrumpidas. Pregúntale si le ha gustado el libro que tiene entre las manos.
Invítala a otra taza de café y dile qué opinas de Murakami. Averigua si fue capaz de terminar el primer capítulo de Fellowship y sé consciente de que si te dice que entendió el Ulises de Joyce lo hace solo para parecer inteligente. Pregúntale si le encanta Alicia o si quisiera ser ella.
Es fácil salir con una chica que lee. Regálale libros en su cumpleaños, de Navidad y en cada aniversario. Dale un regalo de palabras, bien sea en poesía o en una canción. Dale a Neruda, a Pound, a Sexton, a Cummings y hazle saber que entiendes que las palabras son amor. Comprende que ella es consciente de la diferencia entre realidad y ficción pero que de todas maneras va a buscar que su vida se asemeje a su libro favorito. No será culpa tuya si lo hace.
Por lo menos tiene que intentarlo.
Miéntele, si entiende de sintaxis también comprenderá tu necesidad de mentirle. Detrás de las palabras hay otras cosas: motivación, valor, matiz, diálogo; no será el fin del mundo.
Fállale. La lectora sabe que el fracaso lleva al clímax y que todo tiene un final, pero también entiende que siempre existe la posibilidad de escribirle una segunda parte a la historia y que se puede volver a empezar una y otra vez y aun así seguir siendo el héroe. También es consciente de que durante la vida habrá que toparse con uno o dos villanos.
¿Por qué tener miedo de lo que no eres? Las chicas que leen saben que las personas maduran, lo mismo que los personajes de un cuento o una novela, excepción hecha de los protagonistas de la sagaCrepúsculo.
Si te llegas a encontrar una chica que lee mantenla cerca, y cuando a las dos de la mañana la pilles llorando y abrazando el libro contra su pecho, prepárale una taza de té y consiéntela. Es probable que la pierdas durante un par de horas pero siempre va a regresar a ti. Hablará de los protagonistas del libro como si fueran reales y es que, por un tiempo, siempre lo son.
Le propondrás matrimonio durante un viaje en globo o en medio de un concierto de rock, o quizás formularás la pregunta por absoluta casualidad la próxima vez que se enferme; puede que hasta sea por Skype.
Sonreirás con tal fuerza que te preguntarás por qué tu corazón no ha estallado todavía haciendo que la sangre ruede por tu pecho. Escribirás la historia de ustedes, tendrán hijos con nombres extraños y gustos aún más raros. Ella les leerá a tus hijos The Cat in the Hat y Aslan, e incluso puede que lo haga el mismo día. Caminarán juntos los inviernos de la vejez y ella recitará los poemas de Keats en un susurro mientras tú sacudes la nieve de tus botas.
Sal con una chica que lee porque te lo mereces. Te mereces una mujer capaz de darte la vida más colorida que puedas imaginar. Si solo tienes para darle monotonía, horas trilladas y propuestas a medio cocinar, te vendrá mejor estar solo. Pero si quieres el mundo y los mundos que hay más allá, invita a salir a una chica que lee.
O mejor aún, a una que escriba.
martes, 24 de mayo de 2011
"Porque si no se puede ver, después no se puede contar. Y el que no puede contar, se muere"*
* Josefina Licitra
http://senoritali.blogspot.com
Perfil de Galeano para revista El Gourmet
sábado, 14 de mayo de 2011
En un ir y venir constante...
